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HOMILÍA EN EL DOMINGO XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO

1 R, 17, 10-16; Sal 145; Hb 9, 24-28; Mc 12, 38-44

“Esa pobre viuda ha echado en la alcancía más que todos”

Queridos hermanos, en los domingos anteriores vimos como el Señor Jesús venía enseñando a sus discípulos y aprovechaba cualquier cosa para dar alguna enseñanza que les ayudara para ser seguirlo. Esto era muy importante para Jesús porque, después de su partida, sus discípulos van a ser los continuadores de su obra y deberán tener muy en cuenta sus enseñanzas para poder vivir y orientar a los discípulos de las nuevas generaciones.

En anteriores ocasiones Jesús aprovechó los errores o intenciones equivocadas de sus discípulos, por ejemplo cuando se preguntaban cuál de ellos sería el más importante o cuando Santiago y Juan querían los primeros puestos en el Reino. Ahora no son los discípulos los que le dan materia de qué hablar a Jesús, sino los escribas y una viuda pobre. Ahora bien, con la figura de los escribas Jesús enseña a los discípulos lo que hay que evitar y con la figura de la viuda pobre lo que hay que asumir como discípulos suyos.

El evangelio tiene dos partes. En la primera, aparecen los escribas, los cuales parecen no tener nada que ver con la pobre viuda de la segunda parte; sin embargo, el hecho de que Jesús los describe con “amplios ropajes”, recibiendo reverencias, buscando los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes, significa que la situación de ellos es totalmente opuesta a la situación de la viuda, la cual sólo tiene el calificativo de “pobre”. Además, Jesús dice que: “Se echan sobre los bienes de las viudas, haciendo ostentación de largos rezos”. Lo anterior explica que los personajes de la segunda parte del evangelio sean “muchos ricos” (a lo mejor escribas) y “una viuda pobre”.

Cuando Jesús dice: “Cuidado con los escribas” no enseña a sus discípulos que se cuiden de ellos sino tengan cuidado de no imitarlos, de no parecerse a ellos. En efecto, si no queremos realmente vivir nuestro ministerio como una ofrenda a Dios, la advertencia de Jesús contra los escribas, pude ser una fuerte crítica a nosotros los pastores de hoy, sobre todo si en la realización de nuestro ministerio caemos en la búsqueda de honores, prestigio o dinero. No se debe confundir la vocación al servicio, con la búsqueda de beneficios. Los discípulos no deben buscar honores, prestigio ni primeros puestos ni las riquezas como fruto de su servicio, recordemos lo que ya nos había dicho Jesús en Marcos 10, 44: “El que quiera ser el primero entre ustedes, que sea el servidor de todos”.

En el relato: “Jesús estaba sentado frente a las alcancías del templo mirando cómo la gente echaba ahí sus monedas”. Pareciera que a Jesús le interesa el valor material de las ofrendas, pero no es así; la mirada de Jesús va al interior de las personas, a las motivaciones más profundas del corazón, sobre todo de las más humildes y sencillas como la viuda, la cual es ejemplo de confianza en Dios, de entrega total de la vida, de desprendimiento y de abandono confiado en las manos de Dios. En ella se cumple aquella palabra del Señor: “En ese pondré mis ojos en el humilde y el abatido que se extrémese ante mis palabras” (Is 66, 2).

El evangelio dice que: “Muchos ricos daban en abundancia. En esto, se acercó una viuda pobre y echó dos moneditas de muy poco valor”, lo cual no podía ser de otra manera, pues cada quien da en proporción a lo que tiene. Sin embargo, las palabras finales de Jesús nos llaman muy fuertemente la atención: “Yo les aseguro que esa pobre viuda ha echado en la alcancía más que todos. Porque los demás han echado de lo que les sobraba; pero ésta, en su pobreza, ha echado todo lo que tenía para vivir”.

Jesús pone en contraposición que la pobre viuda echó en la alcancía “lo que tenía para vivir” y los ricos “de lo que les sobraba”. Es decir que Jesús hace una valoración de estos gestos más allá del valor económico de las ofrendas. Lo más importante de las ofrendas no está en su valor material, sino en la interioridad e intención del corazón de quienes las ofrecen. Eso significa que esta mujer al dar todo lo que tenía para vivir se dio a sí misma, se ofreció a sí misma en las moneditas. Es una mujer que vive su fe con interioridad, con generosidad de corazón y eso es lo que ve Jesús. En ese sentido aparece como modelo de fe pues vive con una confianza absoluta en Dios que le dará lo que necesite para vivir.

Por el contrario los ricos, a pesar de dar en abundancia, daban de lo que les sobraba; de manera que ni siquiera daban lo que era proporcional a su riqueza, menos se iban a dar a sí mismos. Su aparente generosidad, al dar en abundancia, no es más que una mentira, una apariencia de su falsa piedad. A estas dos acciones corresponden dos actitudes ante Dios. Jesús nos enseña que la salvación no se compra, no depende de muchas ofrendas a Dios, sino de la ofrenda de nuestra propia vida, de nuestra confianza en él. Ante Dios, las cosas sencillas e insignificantes pueden tener mucho valor porque no se hacen para que la gente las vea, sino como sencillo homenaje de amor a Dios.

La viuda de Sarepta, igual que la viuda del evangelio, ofreció al profeta Elías todo lo que tenía para vivir y como dice el salmo “el Señor siempre es fiel a su palabra”, se cumplió lo que dijo el profeta: “La tinaja de harina no se vaciará, la vasija de aceite no se agotará”. Lo que la viuda ofreció a Elías ya no se agotó. En nuestra fe no puede faltar el reconocimiento que somos del Señor y que todo lo que somos y tenemos procede de él. Reconocer esto exige devolverle a Dios lo que le pertenece. Para ello debemos ofrecer a Dios nuestra vida y compartir los bienes que el Señor nos ha dado. Tanto en una cosa como en la otra hemos de reconocer que le quedamos a deber a Dios y a nuestros hermanos. A Dios, porque nos cuesta vivir nuestra vida como ofrenda para él y a nuestros prójimos porque cuando les compartimos de lo que Dios nos ha dado, les damos de lo que nos sobra. ¡Tenemos que reconocerlo!

Nuestro Señor Jesucristo, dice la carta a los Hebreos, se ofreció a Dios una vez y para siempre para estar en la presencia de Dios intercediendo por nosotros. En realidad toda su vida fue una ofrenda a Dios al servicio de los demás y esa ofrenda de su vida la consumó en la cruz y con ella entró en el Santuario de los cielos para marcarnos el camino hacia la casa del Padre. Como Jesús, nuestra vida debe ser una continua ofrenda a Dios, la cual encuentra su expresión más acabada en la Misa en la que no sólo debemos ofrecer a Cristo, sino ofrecernos juntamente con él. La entrega de nuestra vida debe preceder, acompañar y seguir a la celebración de la Eucaristía. Que el Señor nos conceda la gracia de crecer ofreciéndole la vida y compartiendo nuestros bienes con los más necesitados. ¡Que así sea!


+ Mons. José Trinidad Zapata Ortiz

VIII Obispo de Papantla

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