HOMILÍA EN EL DOMINGO XXV DEL TIEMPO ORDINARIO
Sab 2, 12.17-20; Sal 53;
St 3, 16-4, 3; Mc 9, 30-37
“Si alguno
quiere ser el primero…”
Queridos
hermanos, donde quiera que Jesús iba con sus discípulos eso era suficiente para
ser notado en todas partes, por eso llama la atención que: “Atravesaban Galilea y él no quería que nadie
lo supiera”. Esto parece indicar el sentido profundo y particular que este
viaje a Jerusalén tenía para Jesús y sus discípulos. Esto explica el por qué
Jesús: “iba enseñando a sus discípulos”.
En efecto, en toda la primera parte del evangelio, Jesús enseñaba a las
multitudes, al mismo tiempo que a sus discípulos; pero ahora, que inicia el
camino a Jerusalén, quiere enseñar de manera especial a sus discípulos porque
ellos van a ser los continuadores de su misión y es necesario que tengan muy claro
lo que Jesús pensaba y hacía para que luego ellos hagan lo mismo y no se
desvíen del camino marcado por su maestro.
Cuando
Jesús hizo el primer anuncio de la pasión, el evangelio decía que: “Todo esto lo dijo con entera claridad”.
Ahora en este segundo anuncio, el evangelio dice que: “Ellos no entendían aquellas palabras y tenían miedo de pedir
explicaciones”. La verdad es que las palabras las entendían, pero en el
fondo las rechazaban porque no querían un Mesías que fuera crucificado, un
Mesías que muriera, aunque luego pudiera resucitar. Ellos no querían un Mesías
así, simplemente porque como seguidores de él no querían correr esa misma suerte.
Pero, como sabemos, a pesar de sus resistencias, asistidos por la gracia de
Dios, todos, una vez que reciban el Espíritu Santo van a llevar a cabo la
misión encomendada hasta dar la vida también como su maestro. Esto explica la
paciencia de Jesús, él sabe que ahora no pueden o no quieren entender porque
les hace falta madurar en la fe, pero también sabe que para que maduren en la
falta hace falta vivir el trago amargo de la pasión, experimentar la
resurrección y recibir el Espíritu Santo.
Como
a Jesús le interesa enseñar a sus discípulos, todo lo que acontece en el camino
a Jerusalén, lo aprovecha para esa enseñanza especial. Por esto, llegando a
casa, pregunta: “¿De qué discutían por el
camino?”. La pregunta de Jesús los dejó callados y no era para menos, pues
Jesús acababa de anunciar su muerte y ellos: “Habían discutido sobre quién de ellos era el más importante”. Tal
parece que los discípulos se iban imaginando que Jesús iba a llegar a tomar
posesión de Jerusalén y necesitaría un primer ministro, un secretario o cosa
por el estilo. Esto prueba que llevaban intereses distintos a los de Jesús.
Jesús sabía claramente que tenía que padecer, que tenía que entregar su vida
por la salvación del mundo y de esta manera consumar la obra que Dios le había
encomendado para hacer presente el Reino de Dios, pero ellos iban pensando en
un reinado temporal y en la importancia o los privilegios que iban a tener en
este reino temporal.
Pues
bien Jesús trata de ubicarlos con su enseñanza y les dice: “Si alguno quiere ser el primero, que sea el
último de todos y el servidor de todos”. Por experiencia sabemos que todos
queremos ser los primeros en todo. Sin embargo, el que sigue a Jesús no debe
tener ambiciones de poder, sino actitudes de servicio y, para esto, como dijimos
la semana pasada, se necesita dejar en segundo término los intereses materiales
y personales y poner en primer lugar los intereses de Dios. Así pues, según el
evangelio, para ser los primeros hay que ser de los últimos y al servicio de
los últimos, de los que no cuentan a los ojos del mundo pero que son los preferidos
de Dios.
Cuando pensamos en la Iglesia, los que roban
cámara son los jerarcas, empezando por el Papa, luego los cardenales y algunos
obispos, los cuales por razón de su oficio ocupan puestos de gobierno, pero
según este evangelio los últimos serán los primeros, eso significa que muchos
hijos de la Iglesia que se dedican a hacer el bien en nombre de Dios y de la
Iglesia o en comunión con ella, aunque no aparezcan en los reflectores de las
cámaras, ni en las primeras planas de los diarios, sí están en primer lugar en
el Reino de Dios porque se han dedicado al servicio de los demás, especialmente
a los pobres. También los jerarcas, o los que están en puestos de gobierno
pueden ser de los primeros si se hacen de los últimos gobernando al servicio de
los últimos, de los olvidados o los más necesitados.
Un gran ejemplo son los misioneros que están
haciendo su labor en los lugares más pobres de la tierra donde muchas veces ni
el gobierno ni las ONG ha podido o querido llegar pero gracias a ellos la
acción de la Iglesia se hace presente en los lugres más inhóspitos y difíciles
donde hay mucha pobreza y marginación de todo tipo. En algunos casos hay
sacerdotes, religiosos que han dejado su tierra, su familia para servir a sus
hermanos en leproserías, hospitales, campos de refugiados u orfanatos para
niños o en escuelas para los más pobres, o en centros de atención a enfermos de
sida (cfr. Carta de un sacerdote misionero al New York Times). Estos que son
los últimos ante las cámaras de los medios de comunicación, para Dios son los
primeros porque se han hecho los últimos sirviendo a los últimos.
Para
ejemplificar su enseñanza, Jesús tomó a un niño. El evangelio dice que: “Lo puso en medio de ellos y lo abrazó”.
Podemos imaginarnos que fue una escena muy conmovedora. Hay que recordar que en
tiempos de Cristo los niños no tenían derechos y, por otro lado estaban necesitaban
de todos, por tanto pertenecían a la categoría de los últimos, de los débiles.
De manera que, con este gesto, Jesús enseña que lo importante, para sus
discípulos y para todo el que quiera seguirlo, no es saber quién es el primero
en prestigio o en autoridad en la comunidad, sino quienes quieren ser primeros
haciéndose los últimos por el servicio a los más pequeños. La grandeza no está
en tener un lugar preferente, sino en servir a los demás.
Las
últimas palabras de Jesús van más al fondo de su enseñanza y del signo que ha
realizado con el niño porque se identifica con él, con los débiles, por eso
dice: “El que reciba en mi nombre a uno
de estos niños, a mí me recibe”. Los niños son como un sacramento de Jesús,
de manera que lo hecho a los niños es hecho a Jesús. Por otro lado hay como una
cadena de sacramentalidad, lo que se hace a un niño se hace a Jesús y, lo que
se hace a Jesús se hace a Dios, que lo ha enviado como pequeño a nosotros. Por
eso dice: “Y el que me reciba a mí, no me
recibe a mí, sino aquel que me ha enviado”. Así pues, los valores del mundo
están al revés de los valores del evangelio. En el mundo, el que quiere ser
importante busca subir a los puestos más altos o importantes; según el
evangelio hay que bajar, hay que hacerse pequeño. La grandeza del discípulo no
está en mandar o en tener poder, sino en hacerse el último y el servidor de
todos. ¡Que así sea!
+ Mons. José Trinidad Zapata Ortiz
VIII Obispo de Papantla
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