HOMILÍA EN EL DOMINGO XIV DEL TIEMPO ORDINARIO
Ez 2, 2-5; Sal 122; 2 Co 12, 7-10; Mc 6, 1-6
“Todos honran a un profeta, menos los de su tierra”
Queridos hermanos, a diferencia del domingo pasado en el que Jesús,
gracias a la fe de la hemorroísa y de Jairo, hizo dos milagros, ahora, por la
falta de fe, no puede hacer ningún milagro en su propia tierra. Es la paradoja
de la misión, el enviado de Dios, resulta rechazado. Algo parecido le sucedió
al profeta Ezequiel al ser enviado a un pueblo rebelde. Lo mismo experimentó
Pablo con los insultos, las persecuciones y las dificultades sufridas por
Cristo.
En el evangelio podemos encontrar dos partes. En la primera Jesús enseña
en la sinagoga y sus compatriotas se hacen muchas preguntas acerca de él y
terminan desconcertados; en la segunda, tenemos, por contraste, la reacción de
Jesús, el cual dice: “Todos honran a un profeta, menos los de su tierra, sus
parientes y los de su casa”, y por esto mismo, dice el evangelio: “Y no pudo
hacer allí ningún milagro”. “Y estaba extrañado de la incredulidad de aquella
gente”. Es un hecho que si leemos con cuidado los evangelios, en todos ellos
aparece, junto con la aceptación de las multitudes, un rechazo y oposición a la
misión de Jesús, por parte de algunos, que incluso más tarde lo llevarán a la
muerte.
El evangelio dice que: “Jesús fue a su tierra en compañía de sus
discípulos”. Esto significa que Jesús vino a su tierra después de haber
iniciado, con éxito, su misión en los pueblos vecinos y de haber llamado a
algunos a seguirle. Aunque aquí no lo dice, todo parece indicar, como se dice
en otros pasajes evangélicos, que Jesús tenía la costumbre de ir a la sinagoga,
la diferencia es que ahora se puso a enseñar y ésta enseñanza llamó mucho la
atención a sus compatriotas, pero ni así lo aceptaron como Hijo de Dios y
portador de la salvación: “¿De dónde le viene esa sabiduría y ese poder para
hacer milagros?”, se preguntaban.
Dado que en su pueblo lo conocían desde pequeño las preguntas que se
hacen no cuestionan su enseñanza, sino que su persona sea el origen o la causa
de esa sabiduría y del poder de hacer milagros. De cualquier manera llama mucho
la atención que a pesar de la sabiduría de sus enseñanzas y de ser valoradas
positivamente, sus compatriotas se hayan resistido a creer en él. Esto nos
habla del riesgo que corremos todos pensando que ya lo conocemos, que conocemos
sus enseñanzas y de hecho quedarnos sin conectar nuestra mente y nuestro
espíritu con la mente y el espíritu de Jesús, es decir que podemos carecer de
un encuentro profundo y personal, lo cual es lo más importante y la razón última
del seguimiento de Cristo.
Sus compatriotas no descubren en Jesús el misterio que se esconde en él,
no descubren su filiación divina, no ven en Jesús algo más allá de un ser
humano: “El carpintero, el hijo de María, el hermano de Santiago, José, Judas y
Simón”, por esto: “Estaban desconcertados”. El misterio de la encarnación del
Hijo de Dios se revela en las palabras de Simeón: “Este está puesto para caída
y elevación de muchos en Israel, y como signo de contradicción” (Lc 2, 34). En
efecto, Jesús es piedra para quienes creen y apoyan o edifican su vida
espiritual sobre él (cfr. Ef 2, 20), pero también es piedra donde muchos
tropiezan (cfr. Rm 9, 32-33).
Por el rechazo de sus compatriotas Jesús dice: “Todos honran a un
profeta, menos los de su tierra, sus parientes y los de su casa”. Esta
expresión, con algunas variantes, se encuentra en los evangelios como un
proverbio de la sabiduría popular y, por otro lado, como prueba del rechazo que
Jesús experimentó en su propia tierra (cfr. Mt 13, 57-58; Lc 4, 24; Jn 4, 44).
Hay que recordar que, antes de este acontecimiento, Jesús había curado a la
hemorroisa y revivió a la hija de Jairo, milagros que, como escuchamos el
domingo pasado, fueron fruto de la fe de aquella mujer enferma y fruto de la fe
de Jairo que se postraron ante Jesús y creyeron en él. Pero sus compatriotas no
ven más que un simple hombre. Por eso Jesús: “No pudo hacer allí ningún
milagro”, nos dice el evangelio, al contrario: “Estaba extrañado de la
incredulidad de aquella gente”.
El evangelio termina diciendo que: “Luego se fue a enseñar a otros
pueblos vecinos”. Se cumple así lo que decía Dios al profeta Ezequiel cuando lo
envío a los israelitas: “Te escuchen o no sabrán que hay un profeta en Israel”.
Esto pasó con nuestro Señor Jesucristo que no sólo fue rechazado por los
fariseos (cfr. Mc 3, 6), sino también por sus compatriotas y familiares (cfr.
Mc 6, 1-6) e incluso más tarde incomprendido por sus discípulos (cfr. 6,
51-53). Los profetas vivieron esto, Jesús también; por consiguiente, los que
han seguido a Jesús, desde los primeros apóstoles, no son la excepción.
San Pablo, no sabemos lo que haya sido, pero dice que lleva una espina
clavada en su carne, un enviado de Satanás que lo abofetea. Sea lo que sea es
claro que el seguimiento de Cristo no es una vida triunfalista, sino que hay
que cargar la cruz: del sufrimiento, del rechazo, de la indiferencia, o de la
muerte. San Pablo no es claro, a propósito de la espina que lleva clavada en su
carne, pero detecta detrás de lo que él padece, la acción del maligno. No
sabemos en concreto que haya sido, pero tampoco debemos minimizar las cosas,
pues es un hecho que el que quiere servir al Señor necesariamente habrá de
pasar, como Pablo decía, por muchas pruebas o tribulaciones (cfr. Hch 14, 22).
Ahora bien, por contraste, en este contexto, adquieren mucha importancia
las palabras: “Te basta mi gracia, porque mi poder se manifiesta en la
debilidad”. “Cuando soy más débil, soy más fuerte”. Es decir que Dios no
abandona nunca al que sufre, sino que, al contrario, en esas circunstancias
desfavorables manifiesta su amor, su poder y su misericordia. San Pablo habla
de debilidades, insultos, necesidades, persecuciones y dificultades sufridas
por Cristo. Es el misterio de la cruz que al mismo tiempo es camino a la
gloria. Dicho de otro modo, no se puede llegar a la gloria sin pasar por la
cruz. Por eso decía san Pablo: “Nosotros predicamos a un Cristo crucificado:
escandalo para los judíos, necedad para los griegos” (1 Co 1, 23).
Hermanos, Jesús fue rechazado por sus compatriotas, también por muchos
judíos, escribas y fariseos; pero ciertamente fue y es actualmente aceptado por
muchos. En él se cumple lo que dijo san Juan sobre el Hijo de Dios: “Vino a los
suyos, y los suyos no lo recibieron, pero a todos los que lo recibieron les dio
poder llegar a ser hijos de Dios a los que creen en su nombre” (Jn 1, 11-12),
es decir en su persona. Así pues no nos quedemos con su sabiduría y el poder de
hacer milagros, lo más importante es aceptarlo a él en nuestra vida, él siempre
viene a nuestro encuentro: “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye
mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo”
(Ap 3, 20). ¡Que así sea!
+ Mons. José Trinidad Zapata Ortiz
VIII Obispo de Papantla




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