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HOMILÍA EN EL DOMINGO DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

Dt 4, 32-34.39-40; Sal 32; Rm 8, 14-17; Mt 28, 16-20
“En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”
Queridos hermanos, dado que nuestro Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo, cada domingo, en la Misa, alabamos a nuestro Padre Dios, por el Hijo, en el Espíritu Santo; pero además, el domingo después de la Fiesta de Pentecostés, celebramos solemnemente a la Santísima Trinidad, es decir a nuestro Dios Trino y Uno, como culmen del Misterio Pascual que inició con la encarnación del Hijo de Dios (Navidad), continuó con su muerte y resurrección (Pascua) y terminó con la donación del Espíritu (Pentecostés). Con la encarnación del Hijo de Dios, el misterio de la Santísima Trinidad, es la máxima revelación del Nuevo Testamento.  

Sin embargo, ya desde el Antiguo Testamento Dios se fue revelando poco a poco, primero como el Dios de Abraham, más tarde como el Dios de Israel. La primera, lectura de la liturgia de hoy, tomada del libro del Deuteronomio, a manera de pregunta, afirma la elección del pueblo de Israel de entre todos los pueblos de la tierra: “¿Hubo algún dios que haya ido a buscarse un pueblo en medio de otro pueblo, a fuerza de pruebas, de milagros y de guerras, con mano fuerte y brazo poderoso?”.
Con estas palabras el autor sagrado evoca la liberación de Israel, con la cual, Dios, al liberar a Israel de la esclavitud de Egipto, lo ha creado como pueblo suyo. Por lo mismo puede imponerle su ley o sus mandamientos, pero no para oprimirlo, sino para que sea feliz, viva muchos años y goce de la tierra prometida al servicio del Dios que lo ha liberado y creado como pueblo.
En la medida que avanza la historia de Israel, Dios se va revelando, no sólo como el Dios de un pueblo, sino como el Dios de todos los pueblos, como el único Dios que con su Palabra creó el cielo y de la tierra. Dice el salmo el día de hoy que: “La palabra del Señor hizo los cielos y su aliento, los astros; pues el Señor habló y fue hecho todo; lo mandó con su voz y surgió el orbe”.
También Dios se reveló como el Señor de la historia que está por encima de todos los reyes de este mundo y ante el cual todos los demás dioses no son más que ídolos que tienen ojos y no ven, oídos y no oyen (cfr. Sal 135, 16). Dice la lectura del Deuteronomio: “Grava en tu corazón que el Señor es el Dios del cielo y de la tierra y que no hay otro”.
No obstante, este Dios del cielo y de la tierra, el totalmente otro, el tres veces santo (cfr. Is 6, 3) es un Dios cercano y misericordioso hasta la milésima generación (cfr. Dt 5, 9), es un Dios entrañable que ama a su pueblo como a un niño querido (Os 11, 1) o como un esposo que ama a su esposa infiel y por esto la lleva al desierto y le habla al corazón (Os 2, 16).   En el Nuevo Testamento, la revelación llega a su punto culminante, y nos revela que la Palabra con la que Dios creó los cielos y la tierra es su propio Hijo: “En principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios.
Ella estaba en el principio junto a Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe” (Jn 1, 1-3). Pero Dios nos ama tanto que no se conformó con revelarse por medio de los profetas, sino que en los últimos tiempos nos ha hablado por medio de su Hijo (cfr. Heb 1, 1). Para esto se encarnó por obra del Espíritu Santo en el vientre de la Santísima Virgen María y en su vida adulta, fue ungido por el Espíritu Santo en orden a predicar y llevar a su culmen la realización del Reino de Dios anunciado desde el Antiguo Testamento y, como consecuencia de esto, murió por nosotros en la cruz y resucitó para nuestra salvación y, finalmente, subió a los cielos para enviarnos el don del Espíritu Santo.
Por eso en el evangelio hoy Jesús resucitado aparece en una escena en la montaña de Galilea donde ha citado a sus apóstoles y, cuando éstos llegan, lo primero que les dice es: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra”. Estas palabras indican que ya ha sido glorificado, por tanto que ya ha recibido el Espíritu Santo y por esto tiene el poder de darlo y puede ahora enviar a sus discípulos a evangelizar a todas las naciones. El envío misionero, no puede hacerse sin la donación del Espíritu Santo ni puede hacerse sin revelar al máximo y hacerlo experimentar el misterio del único Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.  
En este sentido es notable que en este evangelio la misión tenga como contenido al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Dice Jesús en las palabras de envío: “Vayan, pues, y enseñen a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Esta fórmula habla de una etapa posterior a los primeros momentos evangelizadores en los que bastaba bautizarse en el nombre del Señor Jesús (cfr. Hch 2, 38; 8, 16 y 8, 37). Estamos ya en una etapa en la que se ha comprendido más el misterio de la Santísima Trinidad, es decir que hay un solo Dios en tres personas: Padre Hijo y Espíritu Santo. En efecto, si Dios no fuera uno, no sería Dios; y si en Dios no hubiera tres personas no podría ser amor, como nos dice san Juan en su primera carta (cfr. 1 Jn 4, 8).  
Ahora bien, en la Biblia, el “nombre” significa la persona y “bautizar” significa sumergir, de manera que cuando aquí se dice: “Bautizar en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, es lo mismo que decir “sumergir” en la persona del Padre, en la persona del Hijo y en la persona del Espíritu Santo. Pues bien, esto es lo que los apóstoles hicieron y seguimos haciendo. Cuando alguien es bautizado es sumergido en el mismo Dios. De manera especial, por el bautismo, somos sumergidos en Cristo (cfr. Rm 6, 3-11). San Pablo dice que los que hemos sido bautizados en Cristo, nos hemos revestido de Cristo (cfr. Ga 3, 27). Por el bautismo nosotros llegamos a ser por gracia, lo que Cristo es por naturaleza, hijos de Dios.  
Finalmente Jesús dice en el evangelio de hoy: “Enséñenles a guardar todo cuanto yo les he mandado”. Se trata, no sólo de que sepamos de la existencia del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, sino que: “Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios” y, por lo mismo, somos hermanos entre nosotros, “herederos de Dios y coherederos de Cristo”. Dios no es soledad, sino comunidad. Por tanto, creer en la Trinidad nos exige vivir en unidad como familia de Dios en la Iglesia y en el mundo.  
Hermanos, para poder vivir inmersos en el misterio de la Santísima Trinidad tenemos dos garantes, el Espíritu Santo que hemos recibido en el Bautismo y la confirmación y, por otro lado, la presencia de Jesús en la Eucaristía y en nuestra vida y misión de cada día. Dice Jesús: “Sepan que yo estaré con Ustedes todos los días hasta el fin del mundo”.
Así pues, en nuestra vida diaria, vivamos en la gracia de nuestro Señor Jesucristo, en el amor del Padre y en la comunión del Espíritu Santo. ¡Que así sea!    
+ Mons. José Trinidad Zapata Ortiz

VIII Obispo de Papantla

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