“Vino la Palabra de Dios en el desierto sobre Juan”.
HOMILÍA EN EL DOMINGO
II DE ADVIENTO
Bar 5, 1-9; Sal 125;
Flp 1, 4-6.8-11; Lc 3, 1-6
“Vino la Palabra de
Dios en el desierto sobre Juan”
En este evangelio y el del
próximo domingo aparece la figura de Juan el Bautista. Hoy nos recuerda las
enseñanzas del profeta Isaías. El próximo domingo aparecerán las aplicaciones
prácticas, de esta enseñanza, y la distinción entre su bautismo y el de Jesús.
San Lucas evoca datos históricos
mencionando el año décimo quinto del reinado de Cesar Tiberio, así como a
Poncio Pilato, los Tetrarcas vecinos a Judea y los sumos sacerdotes Anás y
Caifás. Esto para decir que entonces: “Vino la palabra de Dios en el desierto
sobre Juan”, lo cual indica, por un lado, la intervención de Dios en la
historia y, por otro, que nuestra fe y salvación es histórica, y no simplemente
una ocurrencia de unos que se dicen seguidores de Jesús. La fe es el resultado
de la intervención de Dios en la historia, no sólo tocando la mente y el corazón
de algunos hombres para que crean en él, como sucedía en el Antiguo Testamento,
sino enviando a su Hijo al mundo para que nos hablara, por decir así, cara a
cara.
Así pues, la venida de la Palabra
de Dios en el desierto sobre Juan, por un lado, es una evocación de todas
aquellas veces que habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los
profetas (cfr. Hb 1, 1); pero, por otro lado, es una anticipación de la Palabra
histórica del mismo Hijo de Dios. Ciertamente, por toda la historia conocida de
Israel, muchos se podían imaginar la posibilidad de encontrarse con Dios en el
desierto, pero quién se iba a imaginar que el Hijo de Dios, para entrar en el
mundo, se encarnaría de la Virgen María por obra del Espíritu Santo. ¡Esto
rebasó todas las esperanzas de Israel y toda posible imaginación!
El desierto es un lugar donde aparentemente no
sucede nada y, sin embargo, es aquí donde la Palabra de Dios puede ser oída, en
forma más clara y sin engaños por aquellos que buscan a Dios apartándose de las
seducciones del mundo, como lo estaba haciendo Juan el Bautista en el desierto.
El desierto es el mejor lugar para que el hombre pueda encontrarse con Dios o
consigo mismo. Según el profeta Oseas, en el desierto Dios habló al corazón de
su pueblo infiel y lo sedujo y lo enamoró para que volviera a corresponder al
amor de Dios (cfr. Os 2, 16-22). En el desierto, el Hijo de Dios, venciendo las
tentaciones de Satanás, la tentación del tener (cfr. Lc 4, 3-4), la tentación
del poder (cfr. Lc 4, 5-8) y la tentación del parecer o el prestigio (cfr. Lc
4, 9-12), se encontró consigo mismo y definió la misión que el Padre le había
encomendado para salvarnos. Si el desierto es el mejor lugar para
encontrase con Dios ¿qué pasa con los que no tienen o no van al desierto? El desierto
significa soledad, así que los que no pueden ir al desierto deben hacer
desierto en la ciudad, es decir deben hacer soledad. La Virgen no fue al
desierto, pero buscaba a Dios en la humildad de su vida, y fue escogida por
Dios para ser la Madre de su Hijo. Así pues, todos debemos hacer camino
espiritual de interioridad. A Dios se le encuentra en lo más profundo de
nuestra interioridad, sin embargo, nos cuesta hacer camino hacia adentro de
nosotros mismos, nos resulta más fácil volcarnos hacia afuera e incluso buscar
a Dios fuera de nosotros mismos, como san Agustín que dejó este testimonio en
el libro de las Confesiones: “Habiéndome convencido de que debía volver a mí
mismo, penetré en mi interior, siendo tú mi guía, y ello me fue posible porque
tú, Señor, me socorriste. Entré, y vi con los ojos de mi alma, de un modo u
otro, por encima de la capacidad de estos mismos ojos, por encima de mi mente,
una luz inconmutable… ¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde
te amé! Tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y,
deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú
estabas conmigo, mas yo no estaba contigo”.
Ahora bien, la Palabra de Dios
vino en el desierto sobre Juan, pero no se quedó en el desierto. El evangelio
dice que: “Entonces comenzó a recorrer toda la comarca del Jordán, predicando
un bautismo de penitencia para el perdón de los pecados” Así que la Palabra de
Dios, una vez que viene sobre alguien, debe ser llevada a todas partes. Así lo
hizo Juan; así lo hizo Cristo, nuestro Señor; así lo harán posteriormente sus
discípulos cuando él los envíe a predicar el evangelio hasta los confines de la
tierra. Así la Palabra de Dios llega a cada uno de nosotros, en nuestros días,
para invitarnos a que hagamos desierto en nuestras vidas y preparemos la
llegada del Señor. Para eso predicaba Juan un bautismo de penitencia, no porque
éste diera el perdón, sino que disponía a los que preparaban su corazón para la
venida del Señor, el cual más tarde bautizaría con el Espíritu Santo y él sí
perdonaría los pecados. Las palabras en las que se inspira Juan para su
predicación son las del profeta Isaías cuando anunció a los exiliados en
Babilonia el regreso a Jerusalén. En aquella ocasión el profeta decía: “Preparen
el camino del Señor, hagan rectos sus senderos. Todo valle será rellenado, toda
montaña y colina, rebajada; lo tortuoso se hará derecho, los caminos ásperos
serán allanados y todos los hombres verán la salvación de Dios”. Podríamos
decir que el autor sagrado se imaginaba el regreso a Jerusalén como por una
especie de autopista, pues éstas cortan montañas y, aunque no se rellenan los
valles, sí se tienden puentes para cruzarlos. Sin embargo, preparar el camino
del Señor no era una cuestión meramente técnica, para desplazarse como pueblo
de Dios, se trataba de preparar el corazón para regresar a Jerusalén en
comunión y en el seguimiento de Dios.
Así pues, el mensaje de la Palabra de Dios de
este domingo, es una invitación para que preparemos nuestro corazón a la venida
del Señor. Para esto es necesario que hagamos camino de interioridad, que
hagamos de este adviento un desierto espiritual y en él rebajemos las colinas
de nuestro orgullo y de nuestra soberbia. Muchas veces, en lugar de quitar los
estorbos para que podamos encontrarnos con nuestros hermanos, hacemos, en el
menor de los casos, montañas de indiferencia o de odio, muchas veces, callado y
secreto deseando acabar con el hermano y el que se consume es el que odia.
También el profeta dice que hay que rellenar los valles. En muchos casos, entre
nosotros y nuestros hermanos, se abre un abismo que, como dijera Abraham al
rico Epulón, nadie puede cruzar ni hacia allá o hacia acá (cfr. Lc 16, 26). Es
verdad que después de esta vida ya nada se puede hacer para reconciliarnos con
nuestros hermanos; pero, mientras estemos en ésta, sí es posible que rellenemos
los valles o vacíos de obras de caridad que sean necesarios para salir al
encuentro de nuestros hermanos y, a través de ellos, al encuentro del Dios que
se acerca a nosotros en Jesucristo en esta próxima esta Navidad. ¡Que el Señor
nos conceda esta gracia, que así sea!
+ Mons. José Trinidad
Zapata Ortiz
VIII Obispo de
Papantla
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