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HOMILÍA EN EL DOMINGO XXXI DEL TIEMPO ORDINARIO

Ap, 2, 4.9-14; Sal 23; 1 Jn 3, 1-3; Mt 5, 1-12
Solemnidad de todos los santos

“De ellos es el Reino de los cielos”

Queridos hermanos, el día de hoy la Iglesia celebra la Solemnidad de todos los santos. En este día la Iglesia que peregrina en el mundo mira hacia lo alto como para contemplar lo que le espera después de este tiempo de lucha en la tierra.
En este sentido, en la lectura del libro del Apocalipsis contemplamos el final del camino, la meta a la que nos dirigimos, es decir nuestro Dios, la razón última de todas nuestras esperanzas. San Juan contempla una muchedumbre venida de todas las naciones que nadie podía contar: “estaban de pie…”, es decir es una muchedumbre victoriosa, que ha vencido en la lucha; “… delante del trono y del Cordero”, es decir que estaban en comunión con Dios. ¡Esta es una imagen del cielo! Pero también es importante considerar que al celebrar a los santos, no sólo se trata de alegrarnos por su victoria, sino que, en la comunión con Cristo el único salvador, les pedimos su intercesión para que nosotros también salgamos victoriosos y lleguemos a esa comunión.

Como sabemos, la Iglesia que peregrina en este mundo tiene una lista de los santos que han sido reconocidos desde los primeros tiempos, lista que va en aumento por todos los que después de un proceso, son canonizados. Cuando la Iglesia celebra hoy a todos los santos significa que se alegra por la victoria de sus hijos, especialmente todos aquellos que no están en la lista terrena; pero entonces ¿quiénes son? Se trata de todos esos hermanos anónimos, para nosotros, pero no para Dios que vivieron y esperaron en el Señor y murieron dando testimonio de su fe. Son los que, como dice el libro del Apocalipsis: “Iban vestidos con una túnica blanca; llevaban palmas en las manos”; “Son los que han pasado por la gran tribulación y han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero”. Es decir que los santos, que especialmente celebramos el día de hoy, son los mártires que no están en la lista de los santos reconocidos en la tierra, pero sí están en la lista del cielo.

En el evangelio de hoy tenemos algo así como una lámpara maravillosa que ilumina nuestra vida de discípulos y de hijos de Dios. Se trata de las bienaventuranzas, las cuales son como el corazón del evangelio. Hay que notar que, en san Mateo, Jesús las pronunció en un monte, lo cual evoca el monte Sinaí donde antiguamente Dios había dado la ley, por medio de Moisés. Esto quiere decir que Jesús es como un nuevo Moisés que nos va a dar una nueva ley para guiar al nuevo pueblo de Dios a la nueva tierra prometida que ahora es el Reino de los cielos. Así que las bienaventuranzas son como una luz para iluminar el camino, son la ley del Reino de Dios, pero no una ley para cumplir y por ese sólo hecho alcanzar la salvación, se trata de una ley “para vivir felices” en este caminar en la fe y llegar a la felicidad sin fin.

En efecto, las bienaventuranzas comienzan por la palabra “dichosos”, enseguida viene la mención del sujeto es decir aquellos que son los dichosos y finalmente se dice el motivo por el que son dichosos. Esto nos habla, por un lado, de que Dios nos quiere felices y, por otro, nos dice en dónde está la fuente de la felicidad, pues no son motivos humanos la causa de la dicha, sino motivos divinos que superan incluso una probable causa terrena de infelicidad como pudiera serlo la pobreza, el llanto, el sufrimiento o el hambre y la sed de justicia. Aquí no se trata de una felicidad por las cosas de este mundo, sino de una felicidad en este mundo por las cosas que están más allá de él, pero que son cosas que hay que vivir, en la fe, ya desde ahora. En definitiva, la causa última de la felicidad es el Señor, su reino y su justicia.

Hay que notar que la primera y la octava bienaventuranza tienen como motivo central la posesión del Reino: “Dichosos los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los cielos”, dice la primera, y: “Dichosos los perseguidos por causa de la justicia porque de ellos es el Reino de los cielos”, dice la octava. Sin embargo, como hemos dicho en otras ocasiones, el Reino de los cielos o el Reino de Dios no es otra cosa distinta de Dios, sino Dios mismo. San Cipriano de Cartago decía que así como Cristo es la resurrección porque en el resucitamos, así él es el Reino porque en él reinamos. A Santo Tomás de Aquino una vez se le apareció Jesús, y le dijo: “Tomás has escrito muy bien de mí, ¿qué quieres de premio?” y Tomás le contestó: “¡Señor, a ti mismo!”.

Entre la primera bienaventuranza y la octava no se menciona el Reino, pero lo que se dice en ellas es el contenido del Reino: los que lloran serán consolados, los sufridos heredarán la tierra, los que tienen hambre y sed de justicia serán saciados. El tema de la justicia aparece tanto en la cuarta como en la octava bienaventuranza. Los mencionados en la cuarta tienen hambre y sed de justicia, los mencionados en la octava son perseguidos por causa de ella. Es decir que la justicia es parte del contenido de las bienaventuranzas, pero no se trata de la justicia entendida como darle a cada quien lo que le pertenece, aquí se trata de la justicia en cuanto acción salvífica de Dios, incluso en situaciones donde parece todo lo contrario como en la Cruz de Cristo, o en el llanto y el sufrimiento de los pobres cuya riqueza sólo es Dios.

La quinta bienaventuranza es como el corazón de todas: “los misericordiosos obtendrán misericordia”. Se trata de aquellos cuyo único mandamiento es la caridad y por esto mismo son limpios de corazón porque la caridad cubre multitud pecados (cfr. 1 P 4, 8). En la sexta y la séptima bienaventuranza aparece la consecuencia de vivir estos principios evangélicos: “los limpios de corazón verán a Dios” y “los que trabajan por la paz se les llamará hijos de Dios”. Es Dios el que va a consolar a los que lloran, es Dios lo que van a heredar los sufridos, es Dios el que saciará el hambre y sed de justicia.

En cambio la novena bienaventuranza dice: “dichosos ustedes”, ya no está formulada refiriéndose a terceras personas, sino que se refiere a personas que están frente a Jesús. Se trata de los discípulos de la primera hora, los cuales sufrieron injurias, persecuciones y cosas falsas “por causa de Jesús”, lo cual indica que cuando san Mateo escribió el evangelio, los discípulos, ya estaban siendo perseguidos. Este es el motivo de: “alégrense y salten de contento, porque su premio será grande en el Reino de los cielos”.

Hermanos, la fuente de la felicidad es el Señor; la verdadera dicha está en la posesión de él, por eso se dice: “los limpios de corazón verán a Dios” y “los que trabajan por la paz se les llamará hijos de Dios”. Ahora bien, el secreto para vivir esto, ya desde ahora, está en ser misericordioso, porque, como dice el evangelio, obtendrán misericordia, es decir obtendrán a Dios, pues Dios es amor, Dios es misericordia, Dios es el premio. ¡Que así sea!


+ Mons. José Trinidad Zapata Ortiz
VIII Obispo de Papantla

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