Solemnidad de la Asunción de Nuestra Señora
Misantla, Ver.
[13/08/15]
“María, levántate, te traigo
esta rama de un árbol del paraíso, para que cuando mueras la lleven delante de
tu cuerpo, porque vengo a anunciarte que tu Hijo te aguarda”. (15 de agosto)
Solemnidad
Solemnidad de la Asunción de
la bienaventurada Virgen María, Madre de nuestro Dios y Señor Jesucristo, que,
acabado el curso de su vida en la tierra, fue elevada en cuerpo y alma a la
gloria de los cielos. Esta verdad de fe, recibida de la tradición de la
Iglesia, fue definida solemnemente por el papa Pío XII en 1950.
Un ángel se aparecía a la
Virgen y le entregaba la palma diciendo: “María, levántate, te traigo esta rama
de un árbol del paraíso, para que cuando mueras la lleven delante de tu cuerpo,
porque vengo a anunciarte que tu Hijo te aguarda”. María tomó la palma, que
brillaba como el lucero matutino, y el ángel desapareció. Esta salutación
angélica, eco de la de Nazaret, fue el preludio del gran acontecimiento.
Poco después, los Apóstoles,
que sembraban la semilla evangélica por todas las partes del mundo, se
sintieron arrastrados por una fuerza misteriosa que les llevaba a Jerusalén en
medio del silencio de la noche. Sin saber cómo, se encontraron reunidos en
torno de aquel lecho, hecho con efluvios de altar, en que la Madre de su
Maestro aguardaba la venida de la muerte. En sus burdas túnicas blanqueaba todavía,
como plata desecha, el polvo de los caminos: en sus arrugadas frentes brillaba
como un nimbo la gloria del apostolado. Se oyó de repente un trueno fragoroso;
al mismo tiempo, la habitación de llenó de perfumes, y Cristo apareció en ella
con un cortejo de serafines vestidos de dalmáticas de fuego.
Arriba, los coros angélicos
cantaban dulces melodías; abajo, el Hijo decía a su Madre: “Ven, escogida mía,
yo te colocaré sobre un trono resplandeciente, porque he deseado tu belleza”. Y
María respondió: “Mi alma engrandece al Señor”. Al mismo tiempo, su espíritu se
desprendía de la tierra y Cristo desaparecía con él entre nubes luminosas,
espirales de incienso y misteriosas armonías. El corazón que no sabía de
pecado, había cesado de latir; pero un halo divino iluminaba la carne nunca
manchada. Por las venas no corría la sangre, sino luz que fulguraba como a
través de un cristal.
Después del primer estupor,
se levantó Pedro y dijo a sus compañeros: “Obrad, hermanos, con amorosa
diligencia; tomad ese cuerpo, más puro que el sol de la madrugada; fuera de la
ciudad encontraréis un sepulcro nuevo. Velad junto al monumento hasta que veáis
cosas prodigiosas”. Se formó un cortejo. Las vírgenes iniciaron el desfile;
tras ellas iban los Apóstoles salmodiando con antorchas en las manos, y en
medio caminaba san Juan, llevando la palma simbólica. Coros de ángeles agitaban
sus alas sobre la comitiva, y del Cielo bajaba una voz que decía: “No te
abandonaré, margarita mía, no te abandonaré; porque fuiste templo del Espíritu
Santo y habitación del Inefable”. Acudieron los judíos con intención de
arrebatar los sagrados despojos. Todos quedaron ciegos repentinamente, y uno de
ellos, el príncipe de los sacerdotes, recobró la vista al pronunciar estas
palabras: “Creo que María es el templo de Dios”.
Al tercer día, los Apóstoles
que velaban en torno al sepulcro oyeron una voz muy conocida, que repetía las
antiguas palabras del Cenáculo: “La paz sea con vosotros”. Era Jesús, que venía
a llevarse el cuerpo de su Madre. Temblando de amor y de respeto, el Arcángel
San Miguel lo arrebató del sepulcro, y, unido al alma para siempre, fue
dulcemente colocado en una carroza de luz y transportado a las alturas. En este
momento aparece Tomás sudoroso y jadeante. Siempre llega tarde; pero esta vez tiene
una buena excusa: viene de la India lejana. Interroga y escudriña; es inútil,
en el sepulcro sólo quedan aromas de jazmines y azahares. En los aires una
estela luminosa, que se extingue lentamente, y algo que parece moverse y que se
acerca lentamente hasta caer junto a los pies del Apóstol. Es el cinturón que
le envía la virgen en señal de despedida.
Esta bella leyenda iluminó
en otros siglos la vida de los cristianos con soberanas claridades.
Nunca la Iglesia quiso
incorporarla a sus libros litúrgicos, pero la dejó correr libremente para
edificación de los fieles. Penetró en todos los países, iluminó a los artistas
e inspiró a los poetas. Parece que resurgió, una vez más, en el valle de
Josafat, allá donde los cruzados encontraron el sepulcro en el que se habían
obrado tantas maravillas y sobre el cual suspendieron tantas lámparas. Como la
piedad popular quiere saber, pidiendo certezas y realidades, la leyenda dorada
aparece con los rasgos con que el oriental sabe tejerlos entre el perfume del
incienso y azahares, adornada con estallidos y decorada con ángeles y pompas
del Cielo. Se difunde en el siglo V en Oriente con el nombre de un discípulo de
San Juan, Melitón de Sardes, Gregorio de Tours la pasa a las Galias, los
españoles la leen en el fervor de la reconquista con peregrinos detalles y toda
la Cristiandad busca en ella durante la Edad Media alimento de fe y entusiasmo
religioso.
Ni fecha, ni lugar. ¿Cómo
fue el prodigio? Escudriñando la Tradición hay un velo impenetrable. San
Agustín dice que pasó por la muerte, pero no se quedó en ella. Los Orientales
gustan de llamarla Dormición con ánimo de afirmar la diferencia. ¿Tránsito?
Separación inefable. Ni el Areopagita, ni Epifanio, ni Dante acertaron a
describir lo real indescriptible, inefable: el último eslabón de la cadena que
se inicia con la Inmaculada Concepción y, despertando secretos armónicos,
apostilla la Asunción con la Coronación que el arte de Fra Angélico se atreve a
plasmar con pasta conservada en el Louvre. La Iglesia celebra, junto al Resucitado
Hijo triunfante, a la Madre, singularmente redimida, Glorificada desde la
Traslación.



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