HOMILÍA EN EL DOMINGO XXII DEL TIEMPO ORDINARIO
Dt 4, 1-2.6-8; Sal 14;
St 1, 17-18.21-22.27; Mc 7, 1-8.14-15.21-23
“Este
pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”
Después de cinco domingos consecutivos con el capítulo sexto del evangelio
de san Juan, ahora retomamos el evangelio de san Marcos, con la discusión sobre
lo puro y lo impuro, es decir, sobre la pureza legal y externa de los fariseos
y la pureza interior de Jesús y sus discípulos. La cuestión de fondo es la
honra de Dios con el corazón o sólo con los labios.
La pregunta de los escribas y fariseos a Jesús pone en la mesa el tema
en cuestión:
“¿Por qué tus discípulos comen con las
manos impuras y no siguen la tradición de nuestros mayores?”. Del concepto
que se tenga de pureza depende el cómo lograrla. Una cosa es la pureza interior
y otra la exterior; una cosa es la pureza legal, que equivocadamente se pretende
conseguir por el cumplimiento de una ley, y otra la pureza espiritual, cuando
el corazón es la fuente, no sólo de buenas intenciones, sino de buenas
acciones.
Sabemos que
los escribas y fariseos basaban su pureza, su santidad y su salvación en la
observancia legal y externa de la ley y de las tradiciones, pero su corazón
muchas veces estaba lejos de Dios. El evangelio explica detalladamente las
prácticas de los fariseos, en cuestiones de pureza legal, prácticas que los
discípulos de Jesús no observan. Tenemos delante dos concepciones de santidad,
la de los escribas y fariseos y, la de Jesús y sus discípulos, las cuales
tienen de fondo la oposición entre pureza interior y exterior; es la oposición
entre la ley y el espíritu, entre el mandamiento de Dios y las tradiciones de
los hombres.
Jesús condena
la práctica legalista de los fariseos y aclara tres consecuencias de esta falsa
actitud: 1) “Este pueblo me honra con los
labios, pero su corazón está lejos de mí. 2) Es inútil el culto que me rinden… 3) dejan a un lado el mandamiento de Dios, para aferrarse a las
tradiciones de los hombres”. Hay que aclarar que Jesús no rechaza ni la ley
de Moisés, que equivale a la Palabra de Dios, ni la auténtica tradición, sino
la mala interpretación y su práctica externa, legalista e hipócrita de los
escribas y fariseos que no agrada a Dios porque no brota del corazón. Lo
anterior muestra que en nuestras prácticas religiosas se pueden hacer cosas sin
verdadero amor a Dios; muchas veces se honra a Dios sólo con los labios y nuestro
corazón está lejos de él, muchas prácticas religiosas pueden estar vacías de
amor a Dios.
Al final del
evangelio Jesús hace un llamado a la pureza interior cuando dice: “Nada que entre de fuera puede manchar al
hombre; lo que sí lo mancha es lo que sale de dentro; porque del corazón del
hombre salen las intenciones malas…” y las malas acciones (la lista es
larga) “Todas estas maldades salen de
dentro y manchan al hombre”. Si del interior sale lo que mancha al hombre,
del interior sale también lo que lo limpia o purifica. El corazón humano es
fuente, ya sea de maldad o de santidad. Ahora bien, pero ¿cuál es la fuente de
la fuente? Dado que Dios es el santo por excelencia, él
es la fuente de nuestra santidad o purificación. Pero ¿qué condicionamiento
humano se necesita para que la santidad de Dios llegue a nosotros? Jesús
critica que las abluciones que hacían los fariseos puedan por sí mismas
producir la purificación. Jesús piensa que la raíz de la maldad o de la
santidad está en el interior del hombre, en su corazón. Para Jesús el hombre no
se vuelve puro o impuro por comer algunos alimentos, sino por los pensamientos
o deseos que se aniden en su corazón (y que luego se convierten en acciones).
Si estos son buenos, podemos pensar que la persona es buena, pura y santa; si
estos son malos, podemos pensar que en ella hay maldad e impureza, aunque haga ritos
externos de aparente honra de Dios.
En las
palabras de Jesús el corazón equivale a la conciencia, la cual como sabemos es
un lugar de encuentro con Dios, pues ahí es donde se define la opción por él y
se juega la salvación. Para esto se necesita que haya correspondencia entre los
pensamientos y las palabras, entre las intenciones y las acciones, entre el
culto interior y las prácticas exteriores, entre el ser y el parecer. Jesús no condena las buenas prácticas externas cuando proceden de un
corazón puro; Jesús condena el legalismo de los que ponen su confianza en
prácticas externas teniendo su corazón lleno de maldad.
Ciertamente en el Antiguo testamento se insistió mucho en el
cumplimiento de la ley: “Para que puedas
vivir y entrar a tomar posesión de la tierra que el Señor, Dios de tus padres
te va a dar”, decía el libro del Deuteronomio. Sin embargo el Antiguo
Testamento no se olvidaba de lo más importante: la interioridad del hombre. De
ahí que nos preguntamos en la liturgia del día de hoy con el salmo
responsorial: “¿Quién será grato a tus
ojos Señor?” y con el salmo contestamos a la pregunta: “El hombre que procede honradamente y obra
con justicia; el que es sincero en sus palabras y con su lengua a nadie
desprestigia”. En este sentido, el apóstol Santiago insistía en invitar a
poner en práctica la Palabra y no limitarse sólo a escucharla: “La religión pura e intachable a los ojos de
Dios Padre, consiste en visitar a los huérfanos y a la viudas en sus
tribulaciones, y en guardarse de este mundo corrompido”. Es decir que la
religión no consiste en cumplir leyes, sino en vivir la caridad.
Pensando en
nuestros días, hay que decir que Jesús no condena nuestras prácticas de piedad,
y vaya que hay muchas expresiones de nuestra piedad popular y de nuestra fe; pero
habría que ver si detrás de éstas hay un corazón limpio que expresa su fe en
estas prácticas, pues de lo contario serían prácticas inútiles, sería honrar a
Dios con los labios, pero teniendo el corazón lejos de él. El documento de Aparecida
dice que: “La piedad popular es una manera
legítima de vivir la fe, un modo de sentirse parte de la Iglesia y una forma de
ser misioneros” (DA No. 264); pero también el documento supone que no todo
es perfecto y que hay mucho que madurar y purificar.
Hermanos, valdría
la pena preguntarnos ¿cómo honramos a Dios? Nuestras celebraciones litúrgicas o
nuestras prácticas de piedad ¿son expresión del interior de nuestro corazón o
son ritos vacíos de amor a Dios y que no están precedidos por una vida recta y
justa? En nuestras celebraciones litúrgicas o en nuestras prácticas de piedad honremos
a Dios de corazón sin falsedades y sin mentiras. Jesús nos propone la verdadera
pureza, la interior, la del corazón. Tenemos que ocuparnos más de ser hijos de
Dios que de parecer hijos de él. Tenemos que ocuparnos de honrar a Dios con el
corazón y luego expresarlo con nuestras prácticas externas y con nuestros
labios. Tenemos que distinguir entre el mandamiento de Dios y nuestras
prácticas humanas que no son auténticas expresiones de fe ¡Que así sea!
+ Mons. José Trinidad Zapata Ortiz
VIII Obispo de Papantla




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