HOMILÍA EN EL DOMINGO XI DEL TIEMPO ORDINARIO
Ez 17, 22-24; Sal
91; 2 Co 5, 6-10; Mc 4, 26-34
“La semilla del Reino germina y crece”
Queridos hermanos el día de hoy el tema
central de la Palabra de Dios es el Reino. Ahora bien, para hablar del Reino de
Dios, nuestro Señor Jesucristo se
valió de ejemplos que la gente sencilla podía entender y desde éstos comprender
el actuar de Dios en la historia y en el mundo.
A éstos ejemplos les llamamos
parábolas, es decir comparaciones o semejanzas, Por eso comienzan diciendo: “El
Reino de Dios se parece a…”. Sin embargo, una parábola no alcanza a revelarlo
todo, pero es un ejemplo que ayuda para ir a lo profundo de la revelación de
Dios sobre su designio, acción y presencia en el mundo.
En esta
ocasión Jesús habla del Reino sirviéndose de la parábola de la semilla que un
hombre siembra en la tierra y de la parábola de la semilla de mostaza. Pues
bien en la primera comparación Jesús dice que: “El Reino de los cielos se parece a lo que sucede cuando un hombre
siembra la semilla en la tierra; que pasan las noches y los días, y sin que él
sepa cómo, la semilla germina y crece; y la tierra, por sí sola, va produciendo
el fruto”. En esta parábola la enseñanza fundamental es que el Reino de
Dios, aunque nosotros no sepamos cómo, germina y crece en el secreto de la
noche, en lo interior, en lo profundo del mundo y de la historia. Bendito sea
el Señor que su reinado, aunque está en nosotros, no depende de nosotros, sino
de Dios mismo que actúa silenciosamente y misteriosamente conduciendo la
historia hasta su final. Por eso dice la parábola que cuando ya están maduros
los granos, echa mano de la hoz, pues ha llegado el tiempo de la cosecha, es
decir del juicio final.
La
enseñanza de la parábola anterior nos da mucha confianza sobre todo cuando la
situación en el mundo se ve tan mal que parece que Dios no se da por enterado
ni hace nada en él; el evangelio nos dice que la semilla del Reino, es decir la
acción de Dios, está geminando y a su tiempo brotará y dará el fruto que Dios
quiere. Dios es el Señor de la historia. En el Antiguo Testamento hizo alianza
con el pueblo de Israel y no se ha olvidado de él. Por el contrario, el pueblo
de Israel muchas veces se olvidó de Dios y por esto Dios permitió su destrucción
y su dispersión por todas las naciones. En los últimos tiempos, por medio de
Jesucristo, Dios ha demostrado que sigue interviniendo en la Historia y a pesar
de que muchos no aceptan a Jesucristo y a su Reino, Dios sigue actuando en el
mundo. El mundo puede olvidarse de Dios, pero Dios no se olvida del mundo,
aunque a veces por la violencia y las guerras pareciera que lo deja que camine
sólo y sin rumbo fijo. Por lo anterior, debemos acrecentar nuestra fe. San
Pablo dice en la lectura de hoy que siempre tenemos confianza en el Señor y
caminamos guiados por la fe.
La
parábola de la semilla de mostaza dice que el Reino de Dios: “Es como la semilla de mostaza que, cuando se
siembra, es la más pequeña de las semillas; pero una vez sembrada, crece y se
convierte en el mayor de los arbustos y echa ramas tan grandes, que los pájaros
pueden anidar a su sombra”. En esta parábola la enseñanza es que el Reino
de Dios comienza de la manera más insignificante, como la semilla de mostaza,
pero llega a ser algo grande donde todos pueden entrar y formar parte de él.
Así comenzó con la presencia de Jesús en la historia y continuó con la
predicación de los apóstoles y ha perdurado en la historia hasta nuestros días,
a veinte siglos de distancia, a través de la Iglesia y en el mundo.
Resumiendo
la enseñanza de las dos parábolas, podemos afirmar que el Reino de Dios, del
que ya se hablaba en el Antiguo Testamento y del cual se esperaba una plena
realización para los últimos tiempos cuando viniera el Mesías, Jesús lo anunció,
lo reinauguró, lo hizo presente y actuante en el mundo por su persona, con su
predicación y con sus milagros y, por otro lado, aunque comenzó de la manera
más insignificante con la presencia de Cristo y los primeros discípulos que
creyeron en él, ha ido creciendo y se ha ido extendiendo a lo largo de los
siglos por toda la tierra por medio de la Iglesia, la cual aunque no se
identifica con el Reino, es como el germen y principio en este mundo (cfr.
Lumen Gentium No. 5). El Reino de Dios comienza en este mundo y tiene su
plenitud en el Reino de los cielos. La Iglesia tiene el mandato de anunciarlo y
hacerlo cada vez más presente en el mundo. La Iglesia es servidora y
anunciadora del Reino. El Reino de Dios nos desborda, es algo grande, pero está
presente en las cosas más pequeñas e insignificantes sobre todo cuando se hacen
con mucho amor a Dios y a nuestros prójimos, especialmente a los más
necesitados.
Ahora
bien, hay que precisar que el Reino de Dios no son estructuras humanas, sino
que se trata de Dios mismo y de su acción espiritual en nosotros y a través de
nosotros en el mundo y en las estructuras del mundo. Aceptar a Dios es aceptar
su reinado sobre nuestras vidas, aceptar sus leyes y sus normas y ponerlas en
práctica. Por esto es que en aquellos que aceptan a Dios en su vida, la gracia
germina y crece en ellos, como la semilla que un hombre siembra en la tierra y
da frutos en el mundo. En este sentido un escritor eclesiástico de los primeros
tiempos que se llamaba Orígenes decía que cuando en la oración del Padrenuestro
pedimos “Venga a nosotros tu Reino” también pedimos que salga de nuestro corazón
hacia las estructuras del mundo.
San Agustín dijo en su libro la Ciudad
de Dios que dos
amores fundaron dos ciudades, el amor a sí mismo hasta el desprecio de Dios, la
ciudad terrena; y el amor a Dios hasta el desprecio de sí mismo, la ciudad celestial.
En efecto, en el mundo se da la lucha entre el bien y el mal. En el mundo
conviven los que no creen en Dios y sólo les interesa la construcción de la
ciudad terrena y los que construyendo la ciudad terrena buscan hacer presente
el Reino de Dios y caminan en la fe con la esperanza de participar en la vida
eterna. A unos les interesa sólo gozar de los bienes materiales; a los otros, también,
pero sobre todo gozar de los bienes espirituales de su Reino y su justicia en
este mundo y finalmente llegar a gozar de Dios.
Hermanos,
podemos decir que lo más importante es que, en medio de los avatares de la
historia y del mundo, el Reino de Dios germina y crece. El Reino de Dios fue anunciado por Jesús, pero no ha llegado a su plenitud. Si así fuera ya no tendría sentido rezar el Padrenuestro. El reino es algo que nos desborda, es algo grande que depende más de Dios que de nosotros por eso
seguimos diciendo: “Venga a nosotros tu reino”. El Reino es objeto de nuestro
deseo y de nuestra oración para que se haga más presente en el mundo. El Reino de Dios es obra
del Señor, es gracia, es una
semilla que crece en el silencio y en el secreto de la noche de la historia. Nosotros, por la fe necesitamos desearlo, acogerlo, buscarlo y comprometernos
con él; pero el Reino llega en
nosotros, fuera de nosotros, con nosotros o sin nosotros y a veces a pesar de nosotros: el Reino es gracia de Dios. ¡Que así sea!
+ Mons. José Trinidad Zapata Ortiz
VIII Obispo
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